30 de marzo de 2015

¿Puede el próximo gobierno revertir la decadencia?

Por Roberto Cachanosky (*)
Marzo de 2015



Ni los k podrían seguir con este sistema porque ya no habrá suficientes recursos para financiar sus fechorías

Responder al interrogante del título de esta nota no es tan sencillo. Están los pesimistas que no le ven remedio. Los optimistas sin fundamentos. Los indiferentes y hasta un Duhalde que dijo que Argentina estaba condenada al éxito y nos dejó de regalito a los k, que hundieron el país sin piedad.

El argumento que normalmente se usa, y yo personalmente también uso, es que un país sin instituciones no puede crecer, entendiendo por instituciones las normas, códigos, leyes y costumbres que regulan las relaciones entre los particulares y entre los particulares y el estado. Si esas instituciones son eficientes, es decir, permiten desarrollar la capacidad de innovación de la gente, desplegar la iniciativa privada atrayendo inversiones, entonces ese país tiene grandes posibilidades de entrar en una senda de crecimiento sostenido.

Podríamos resumir la cosa de la siguiente manera. A mayor riesgo institucional menores inversiones y, por lo tanto, menos crecimiento y bienestar de la población.

Por el contrario, a menor riesgo institucional, llegan más inversiones, se crean más puestos de trabajo, aumenta la productividad y el salario real. El país entra en una senda de crecimiento y mayor bienestar para la población. En definitiva, es la calidad de las instituciones que impera en un país la que definirá si ese país tiene un futuro de progreso, de estancamiento o de decadencia.

Ahora bien, esas instituciones surgen de los valores que imperan en una sociedad o en la mayoría de los habitantes de esa sociedad. Como hemos caído en la trampa de creer que el que tiene más votos impone las reglas de juego, si hay una mayoría cuyos valores llevan a instituciones contrarias al crecimiento, el mismo es imposible.

No hay reunión, comida o charla informal en que no surja el famoso debate si Argentina está definitivamente perdida. Algunos alegan que Perón destruyó las instituciones que hicieron grande a la Argentina, visión que comparto en gran medida, pero no del todo. Otros le agregan el ingrediente que los k crearon tanto clientelismo político, que han desarrollado una generación de votantes que se acostumbró a no trabajar y a vivir a costa del esfuerzo ajeno, con lo cual la mayoría siempre va a votar por aquél que le prometa más populismo, es decir el que prometa expoliar a los que producen para mantener a una gran legión de improductivos. Bajo esta visión podríamos decir que Argentina tiene un futuro negro. Y la verdad es que la tentación de seguir esta línea de razonamiento es muy fuerte cuando uno ve como se han destrozado valores como la cultura del trabajo, de la iniciativa individual, de la capacidad de innovación, la misma propiedad privada, etc. En definitiva, una primera mirada sobre el futuro de Argentina indicaría que más que estar condenados al éxito estamos condenados al fracaso. Sin embargo, cabe otro tipo de análisis totalmente diferente.

Quienes me siguen saben que no soy de formular pronósticos optimistas por deporte o porque es políticamente correcto. Digo lo que pienso, asumiendo el costo de ser tildado de pesimista.

Recuerdo que en una oportunidad el presidente de una institución empresarial me dijo, mientras estaba hablando, que viera las cosas con optimismo para no deprimir a los asistentes. Mi respuesta fue muy clara: yo analizo la economía, no hago terapia grupal.

Volviendo al razonamiento sobre el futuro de la Argentina, me voy a tomar la libertad de dejar abierto el interrogante. Aún con todo el destrozo institucional y de valores que hicieron los k, no creo que estemos condenados ni al éxito o al fracaso. Para eso voy a utilizar algunos ejemplos.

En la década de los 70 y los 80, cuando a los economistas nos preguntaban por países exitosos con economías de mercado, teníamos dos ejemplos para dar: 1) Alemania con Adenauer y Erhard y 2) Japón, ambos luego de la Segunda Guerra Mundial. Hoy esos ejemplos siguen siendo válidos pero hay muchos más.

Tenemos el caso de Corea del Sur que al dividirse quedó con el peor territorio y escasos recursos humanos. Hoy dispone de un ingreso per capita de U$D 33.100

O Irlanda, cuando la gente emigraba y solo producía papa y encima de mala calidad. Irlanda se abrió al mundo, luego ingresó a la UE y hoy tiene un ingreso per capita de U$S 46.140, superando al mismo Reino Unido que tiene U$S 38.540.

España, que hasta la muerte de Franco estaba aislada del mundo, logra, gracias a las gestiones Adolfo Suárez y el fundamental apoyo del rey Juan Carlos, reunir a todos los partidos políticos, firmar los pactos de la Moncloa e incorporarla al mundo. Hoy tiene un ingreso per capita de U$S 33.000. Y podría seguir con otros ejemplos como Chile, Hong Kong, Singapur y el resto del sudeste asiático.

Esos países no tenían un capital humano tan preparado que les permitiera consolidar instituciones que los llevara al crecimiento. Ni siquiera España o Irlanda tenían un recurso humano de altísima calidad. Solo tuvieron dirigentes políticos que supieron ver el mundo como una oportunidad y decidieron hacer las reformas económicas necesarias para poder incorporarse al él. El denominador común de todos los casos nombrados es que todos se integran al mundo. Al comercio mundial. Pero para poder hacerlo tenían que ser competitivos y eso les exigía tener instituciones, reglas de juego, que les permitiera a las empresas competir con las de otros países.

Cada uno de los países tiene su particularidad en la forma que llevó a cabo los cambios. En Chile fue Pinochet el que hizo el grueso de la transformación pero los partidos políticos que asumieron el poder luego de él ni intentaron cambiar lo que se había hecho. Por el contrario, continuaron por el mismo rumbo.

En España, un hombre como Felipe González que venía de la izquierda más absurda advirtió el desastre que era Francia con el socialismo y moderó notablemente su discurso y medidas. Pero por sobre todas las cosas, supo que no podía aislarse del mundo.

En Irlanda su dirigencia política también advirtió que solo incorporándose al mundo iba a poder avanzar e implementaron las reformas económicas necesarias para poder competir. Todos, absolutamente todos, cambiaron las reglas de juego y, sobre todo, se integraron al mundo.

Por el contrario, nosotros seguimos viendo al mundo como un riesgo en vez de una oportunidad y cada vez nos aislamos más, tanto económica como políticamente. Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador son los típicos ejemplos latinoamericanos de lo que no hay que hacer.

Ahora bien, yendo al punto, ¿podemos cambiar la Argentina con esta cultura del vivir a costa del prójimo que se instauró hace décadas y los k la llevaron a su máxima expresión? Considero que sí. No voy a decir que es sencillo ni pretendo ser un optimista sin fundamentos, pero otros países lograron salir del aislamiento internacional y de políticas populistas gracias a que, en determinado momento, sus dirigentes políticos lideraron el cambio.

Con esto no estoy diciendo que hay que sustituir las instituciones por los líderes, solo que en determinados momento los políticos tienen que liderar el cambio mostrándole el camino al resto de la población que, por cierto, no es experta en todos los temas económicos y desconocen la relación entre calidad institucional y crecimiento económico.

Los que en soledad venimos defendiendo las ideas de disciplina fiscal, monetaria y seguridad jurídica ya hemos hecho bastante para que los dirigentes políticos comprendan el cambio que hay que encarar. Ahora es su turno de recoger esas banderas e impulsar el cambio.

Que quede claro, este modelo es inviable. Según mis estimaciones solo el 17% de la población genera riqueza para sostener al resto: jubilados, menores de edad, empleados públicos, gente que vive de los llamados subsidios sociales, etc. Tal es la presión tributaria que, por primera vez, vemos que los sindicatos salen a hacer un paro general por la carga impositiva. Esto no se había visto nunca en Argentina. Si los k hubiesen estudiado historia, sabrían que hay muchos casos en que la voracidad fiscal de los monarcas terminó en revoluciones y su derrocamiento. La diferencia es que antes los monarcas exprimían a la gente con impuestos para financiar sus conquistas territoriales y ahora la exprimen para financiar sus políticas populistas que les permiten cosechar más votos.

Volviendo, si solo el 17% de la población sostiene al resto, ni los k podrían seguir con este sistema porque ya no habrá suficientes recursos para financiar sus fechorías. Destruyeron tanto al sector privado que atentaron contra los que los mantenían.

El país pide a gritos un cambio. Pero no esa estupidez de un cambio con continuidad. La realidad impone un cambio de política económica. Un giro de 180 grados. Otros países pudieron hacerlo. No veo razones que impidan lograr lo mismo en Argentina. Solo falta que una nueve dirigencia política tenga la audacia de transformar la Argentina de la misma forma que la generación del 80, hoy denostada, transformó un desierto en un país pujante que llegó a ser el séptimo país más rico del mundo. La causa: nuestra constitución de 1853 otorgaba el marco institucional para crecer y sus dirigentes políticos, que se peleaban entre ellos, tenían todos, el mismo respeto por esas instituciones y rumbo que debía seguir el país.

Si nuestros antecesores lo lograron y otros países también lo consiguieron, no veo motivos para afirmar que estamos condenados al fracaso. Todavía no está dicha la última palabra.


 (*)Roberto Cachanosky
Licenciado en Economía
Consultor Económico
Profesor Universitario

Columnista en el diario La Nación
Editor del semanario digital EPT, Economía para Todos

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