Por Elena Valero Narváez (*)
Cierto resquemor inspiró a los historiadores el decreto presidencial que creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoaméricano, Manuel Dorrego. Desde allí, se difundirá en escuelas, privadas y públicas una historia que deja de lado las figuras que representaron el ideario liberal de la Constitución de 1853.
Desde hace un tiempo se pretende opacar a figuras de inmensa relevancia que constituyeron el período conocido como la Organización Nacional -1853-1880- y el de los gobiernos conservadores-liberales (“la oligarquía”:1880-1916).
La constitución de 1853 de base liberal, la unificación del país lograda abatiendo definitivamente al caudillismo, terminar con la frontera indígena, la atracción de inmigrantes y capitales, el desarrollo del comercio y la educación fue fundamental en el camino de la formación de la Argentina moderna.
Desde el Instituto, se reivindicará a “todos aquellos que defendieron el ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante”.
La ideología liberal influenció no solo a los revolucionarios de Mayo, también a los unitarios y federales. El único federalismo que existía, era el norteamericano. Dorrego había vivido en Estados Unidos y era admirador, como Sarmiento, del sistema político de ese país. Llamó a EEUU “país clásico de la libertad” y expresó que:”la Constitución debe ser ventajosa no solo para los ciudadanos que encuentran su subsistencia y conservación dentro del país, sino también para los que la busquen fuera de él, en cualquier parte que sea”
Con el decreto se trata de imponer ideas que opacan la luz de la tolerancia y el espíritu abierto que caracteriza a la democracia y, sobre todo, dejar de lado la objetividad científica que desistirá de respirar si prospera un autoritarismo hegemónico.
La Historia es una ciencia que intenta describir y explicar los hechos irrepetibles del pasado mediante información lo más completa posible. Como las teorías de otras ciencias son también provisorias, pueden ser analizadas, revisadas o reemplazadas si no se adecuan a la realidad o se hacen incompatibles con ella por el descubrimiento de nuevos hechos.
Como bien señala Karl Popper, las técnicas y métodos (documentos, biografías, entrevistas, encuestas, lenguaje común, etc) compartidos por la comunidad de historiadores permiten un control recíproco de la contrastación, la discusión, y el análisis de los datos.
El historiador va, como todos los científicos, detrás de la verdad que, contrariamente a lo que trasunta el decreto, no es relativa, aunque la mayoría de las veces no sepamos si la hallamos.
El empleo de medios políticos para imponer ideas que ayuden a instaurar una historia a medida de los gobernantes y una doctrina oficial va en contra de la libertad de la crítica, la libertad de pensamiento y acaba por disminuir la libertad de los ciudadanos.
Los artículos del decreto muestran, además, un intento de intervención del gobierno por dominar la cultura, interviniendo en la música, el arte en general.
En los últimos años han aparecido pseudo-historiadores que pertenecen al club de intelectuales que antes de ver si las explicaciones históricas coinciden con los hechos se preocupan por quién es el que las sostiene y si coincide o no con las hipótesis que ellos apoyan. Por ello descalifican a serios historiadores, por ejemplo, por no haber tenido en cuenta al pueblo, al que endiosan.
Descalifican llamando reaccionarios, oligarcas, demoliberales, enemigos del pueblo, retrogrados y con otros epítetos, a quienes no hacen Historia a la medida de sus intereses. Solo consideran a su ideología como correcta. La usan como instrumento político de dominación ideológica, sin que importe su contenido de verdad. La objetividad, para ellos, está siempre ligada a sus ideas políticas.
Lamentablemente, años de socialización nacionalista, han influenciado el discurso ideologista no solo de un grupo ligado a los requerimientos del poder -mal llamado historiadores- sino también a periodistas, políticos, maestros y a mucha otra gente.
En el decreto, entre los que se quiere revalorizar como preocupado por el pueblo, se encuentra Facundo Quiroga. Sin embargo,el liderazgo de los caudillos fue oligárquicos. Muchos fueron grandes propietarios rurales y como señala Halperín Donghi,a pesar de su base popular, no mostraron capacidad operativa para crear ni para distribuir riqueza pero sí para la expoliación de un sector de la clase dominante, el que se oponía al caudillo. No concedían gratificaciones populistas tangibles a las masas, como lo hizo Perón.
Además, los caudillos temían un acuerdo general y de autoridades nacionales que pudieran afectar el poder que tenían en sus regiones. Rosas estaba tan ligado a los intereses “porteños”, en los hechos, como los unitarios de Buenos Aires, sin embargo, continúa una visión distorsionada de los caudillos: se los define como gauchos que luchaban por los derechos populares y que defendieron los intereses regionales en contra del centralismo porteño. La Historia no es tan simple. Un ejemplo: El Chacho Peñaloza cuando se independiza de Quiroga actuó primero como antirosista y luego como antimitrista.
Los sectores populares operaron de meros apoyos a las decisiones esenciales, en las que no tuvieron ninguna participación y sobre las cuales no pudieron ejercer ningún control. Su participación siempre fue en el marco de un dominio incuestionable del caudillo a quien respaldaron en la defensa de la autonomía económica de las provincias que dominaban.
No hay cabida, entre estos intelectuales, para una refutación racional como siempre sucede con la Historia ligada a intereses políticos.
(*)Elena Valero Narváez (Analista política, Periodista e Historiadora)
Vicepresidente 1ª de la Unión de Centro Democrático (UCEDE)
evaleronarvaez@hotmail.com
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